El 23 de octubre de 1980, los Comandos Autónomos Anticapitalistas secuestraron, interrogaron y asesinaron en San Sebastián de un tiro en la nuca a su padre, Juan Manuel García Cordero, delegado de Telefónica en Gipuzkoa, que tenía 53 años. La familia de Iñaki decidió no marcharse a vivir a otro lugar y permaneció en su domicilio familiar de siempre en San Sebastián.

DATOS PERSONALES:

Nombre: Iñaki García Arrizabalaga

Edad: 50 años (Agosto de 1961)

Profesión / Cargo: Profesor en la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales en el campus de San Sebastián de la Universidad de Deusto. / Forma parte del consejo de administración de EITB (Euskal Irrati Telebista). Miembro de la junta directiva de la Unión de Consumidores de Euskadi.

Situación familiar: Casado. Dos hijas.

Lugar de procedencia: San Sebastián (Gipuzkoa). Actualmente reside en Zizur Mayor (Navarra).

COLECTIVO: Familiares de víctimas.

HECHOS

- El 23 de octubre de 1980, los Comandos Autónomos Anticapitalistas secuestraron, interrogaron y asesinaron en San Sebastián de un tiro en la nuca a su padre, Juan Manuel García Cordero, delegado de Telefónica en Gipuzkoa, que tenía 53 años.

- La familia de Iñaki decidió no marcharse a vivir a otro lugar y permaneció en su domicilio familiar de siempre en San Sebastián.

- Tras el atentado, Iñaki García vivió con un fuerte sentimiento de odio, hasta el punto de ver que estaba destruyendo su vida. Sin embargo, pasó de usar sus energías en odiar a trabajar a favor de la paz desde diferentes organizaciones. Incluso ha accedido a reunirse con un preso disidente de ETA a través de un programa de encuentros entre víctimas y victimarios arrepentidos organizado por el Ministerio del Interior.

CONSECUENCIAS

“Éramos una familia formada por padre, madre y siete hijos, que vivíamos en un piso en el barrio de Gros, en San Sebastián. Cuando asesinaron a mi padre yo tenía 19 años. Tres hermanos eran mayores que yo y otros tres menores, siendo dos hermanas menores de edad. Era una familia absolutamente normal. Mi padre trabajaba como empleado por cuenta ajena y mi madre era ama de casa. Todos los hijos estudiábamos, unos en el colegio y otros en la universidad, en función de lo que correspondiera por edad. Yo calificaría la existencia de nuestra familia como de lo más normal, una familia de San Sebastián clásica, media”.

“Mi padre era delegado provincial de Telefónica, es decir, el máximo representante de la compañía en Gipuzkoa. Era una empresa de ámbito estatal, la única compañía telefónica que existía en la época en España. Fue asesinado por los Comandos Autónomos Anticapitalistas el 23 de octubre de 1980. Yo estudiaba en la Universidad de Deusto y solía ir a clase en bici. Como ese día llovía mucho, mi padre me preguntó si quería que me llevara en coche a la universidad, pero yo le dije que no porque quería ir en bici como todos los días”.

“Estando en clase apareció mi hermano el mayor. Me dijo que saliera de clase porque había pasado algo, pero que no sabían qué. El aita no había llegado al trabajo y desde allí habían llamado a casa preguntando si había sucedido algo. Mi padre era un hombre de costumbres muy metódicas y nos extrañó que no hubiese llegado al trabajo. Fuimos a casa y nos llamaron diciendo que había aparecido un cadáver en el monte Ulía de San Sebastián, muy cerca de nuestra casa. Efectivamente, era el cadáver de mi padre, que había sido secuestrado por un comando de los Comandos Autonómos Anticapitalistas, conducido al monte Ulía, parece ser que interrogado y, después, asesinado a sangre fría con un tiro en la nuca”.

“Hace poco leí un libro de una editorial muy cercana a los Comandos Autónomos Anticapitalistas en el que justificaban el asesinato de mi padre porque recibía de la policía la lista de teléfonos que tenían que ser intervenidos y mi padre era el que daba las órdenes en Telefónica para que se procediera a la intervención de esos teléfonos. Eso había permitido la caída o desarticulación de determinados comandos. Esto es un hecho que hoy nos parece normal, que con intervención judicial se intervengan teléfonos, pero por aquella época era algo inusitado. Esta fue la excusa material que pusieron los asesinos de mi padre: que la compañía Telefónica estaba siendo una empresa colaboradora con los aparatos de represión del Estado. Con toda su parafernalia y lenguaje de este mundo visionario, esa fue la razón por la que aparentemente lo secuestraron, lo interrogaron para conocer cuáles eran los entresijos del sistema que utilizaba Telefónica y lo asesinaron el mismo día”.

“Antes del atentado, mi padre jamás llevó escolta. No había sido amenazado nunca. Iba solo a trabajar en su coche, el coche de la familia. Por supuesto, en la familia no teníamos guardaespaldas ni nada de eso, nos movíamos con toda libertad. Yo creo que fue una sorpresa, por supuesto para la familia, pero también para la propia empresa y para el conjunto de la sociedad. No era una persona que hubiera sido amenazada, en absoluto. Era totalmente impensable que atentaran contra mi padre, porque no había ni amenazas previas ni había sido advertido de que podía ser objetivo de un grupo terrorista. Su vida era de lo más normal”.

“Te puedes imaginar la situación en la que se queda una mujer, viuda, con siete hijos huérfanos. Se te viene el mundo encima. De la noche a la mañana, sin desearlo, pasas a engrosar una lista, la de las víctimas del terrorismo. Pasado el tiempo de shock en el que tienes que ir asimilando la realidad de lo que te ha pasado, que han asesinado a tu padre, tienes que seguir viviendo”.

“En un momento dado mi madre nos planteó si queríamos seguir viviendo en Donostia o marchar, por ejemplo, a Madrid. Todos dijimos que nos quedábamos aquí, porque no teníamos nada que ocultar ni de lo que avergonzarnos. Todos nuestros amigos, relaciones sociales y laborales estaban aquí y no teníamos nada que esconder. Tomamos la valiente decisión de quedarnos a vivir en Donostia. Creo que fue un pequeño homenaje a la figura de nuestro padre; no escondernos, no marcharnos avergonzados con el rabo entre las piernas. Nos habían asesinado a nuestro padre, pero nosotros seguimos aquí porque esta es nuestra tierra, nuestra ciudad, nuestro barrio. Mi madre sigue viviendo en la misma casa de entonces”.

“El asesinato de mi padre causó una gran conmoción y sorpresa porque no era nada esperado. No era una figura amenazada. Era una persona de la sociedad civil. En un principio nos sentimos muy arropados. Recuerdo que muchas autoridades fueron al funeral y se pasaron por casa. Pero fue como abrir una botella de champán; burbujas y mucho ímpetu inicial pero, pasados unos días, tienes que seguir viviendo y ya no hay ni autoridades que te visitan ni políticos que te animan. Llega un momento en el que te sientes absolutamente solo. Tu familia y tú con la realidad que te toca vivir en adelante. Ese entorno nos ofreció mucho apoyo hasta los días del funeral y, después, nada. Ahí es cuando se nota claramente a la gente que te sigue, familiares cercanos, amigos… Lógicamente ese es el elemento básico en el que uno se tiene que apoyar en esos momentos”.

“En nuestro entorno de compañeros de trabajo o de estudios puedo decir claramente que no hubo reacciones de tipo agresivo u hostil. Los vecinos y los amigos nos siguieron hablando. No sentimos ningún tipo de marginación. También hay que tener en cuenta que los hermanos participábamos en distintas organizaciones de tiempo libre, movimiento scout, asociacionismo juvenil, etc., y teníamos una red social bastante amplia. Creo que esa red social también nos apoyó y prestó su calor humano. En ningún momento sentimos marginación o aislamiento”.

“Lo único que hubo fueron dos anécdotas que recuerdo. Tras el asesinato de mi padre, yo seguía yendo en bici a la universidad y, sistemáticamente durante un mes o mes y medio, todos los días me encontraba pegado en mi bici un cartel sobre los presos. La segunda anécdota es que en la universidad también se hizo un funeral por mi padre oficiado por Alfredo Tamayo, quien tuvo la iniciativa. Como habían detenido a una estudiante de la universidad unos días antes tuvimos que entrar al funeral por mi padre entre dos filas de gente encartelada que reclamaba la libertad de esa estudiante detenida. Fue duro”.

“Al salir a la calle en San Sebastián, ves pintadas, manifestaciones… pero no es algo con lo que tengamos que convivir nada más salir de casa. Vivimos en Donostia, una ciudad de talante más abierto que los pequeños municipios de Gipuzkoa, y la hostilidad no ha sido el ambiente cotidiano nuestro. No hemos tenido que modificar conductas o comportamientos”.

“De la noche a la mañana me tocó pensar en problemas en los que a mi edad de 19 años no pensaba. Éramos una familia numerosa y mi madre ama de casa. Teníamos que seguir comiendo todos los días. En principio, supongo que mi madre tiraría de ahorros. Lo que sí es cierto es que se recibió una indemnización de la propia empresa. Pero por parte de las administraciones no recibimos nada en aquella época. Cero de ayuda material o inmaterial. No fue hasta que la Ley de Víctimas del Terrorismo fue aprobada que mi familia cobró la indemnización en julio de 2000. Pero durante esos primeros años, el apoyo institucional fue nulo en todos los ámbitos; desde el municipal hasta el estatal. Algún político, a título individual, nos mostró su solidaridad. Pero institucionalmente nada. También eran años muy duros y, además, en Donostia, la ciudad con más asesinatos por terrorismo”.

“Mi madre decidió tomar las riendas y sacar la familia adelante. Todos los hijos terminamos nuestros. Nos sacó adelante a todos. Mi madre fue una mujer muy valiente, muy sacrificada y muy luchadora. Hay que quitarse el sombrero por el modo en que sacó adelante una familia con siete hijos. Por otro lado, cambian los roles porque falta una figura clave como es la figura paterna. Mi madre tuvo que hacer de madre y de padre y, en muchos casos, los hermanos tuvimos que apoyarnos los unos a los otros, sobre todo, pensando en los más pequeños. Pero mi madre fue claramente el motor que nos arrastró a todos”.

“Con 19 años estás empezando a descubrir qué es realmente el mundo. De repente te siegan la hierba bajo los pies y te caes y te das cuenta de que, como queda mucha vida por delante, hay que levantarse para seguir caminando. Hubo proyectos vitales que se truncaron. Planes que se tuvieron que transformar y hacerse de otra manera. Pero se hicieron”.

“Cuando alguien, de forma totalmente imprevista, asesina a tu padre, primero no te lo crees, después empiezas a asimilarlo y, por último, eres plenamente consciente de que han asesinado a tu padre. La primera reacción, tras digerir lo que ha pasado, es desear el ‘ojo por ojo, diente por diente’, es decir, la venganza o el pensar que te han hecho daño y entonces voy yo a hacerles daño. Lo primero que sientes es un odio profundo. Alguien te ha destrozado la vida, ha cambiado por completo la vida de tu familia y deseas rebotarles eso. Durante mucho tiempo viví inmerso en el odio, en un odio profundo además. Lo que quería era revancha, buscar el enfrentamiento, etc.”.

“Poco a poco te vas dando cuenta de que el odio te va destruyendo a ti mismo. En segundo lugar, va calando y destruyendo también todo lo que te rodea: las relaciones personales, las relaciones familiares, las laborales… El odio además es muy militante, porque exige odiar las 24 horas del día y en todas las circunstancias. En un momento dado dije que eso no podía ser, que estaba arruinando mi vida. Esa gente no solo había asesinado a mi padre, sino que además me estaba arruinando la vida a mí. Estaba cayendo en un pozo, hasta que en un momento dado me dije que tenía que salir de ahí”.

“Es muy importante darse cuenta de que quieres salir de ahí, pero además hay que tener los mecanismos u oportunidades para poder salir de ahí. En 1986, cuando Cristina Cuesta lanzó el llamamiento para formar la Asociación por la Paz de Euskal Herria me surgió la oportunidad que yo estaba esperando para poder transformar toda esa energía negativa que tenía acumulada en energía que pudiera servir para algo. Decidí apuntarme al proyecto de la Asociación por la Paz de Euskal Herria y, desde 1986, he venido trabajando en dicha asociación, después en Gesto por la Paz y en Denon Artean Paz y Reconciliación”.

“Hay cosas que nunca se superan. Es un hecho que te marca para toda la vida. Nadie lo ha olvidado, pero hemos aprendido a convivir con eso. Es una cosa que hemos situado en nuestras vidas, pero que no nos impide vivirlas. Creo que nadie de mi familia, o por lo menos de mis hermanos, ha visto truncado su proyecto vital por lo que le pasó a mi padre. Insisto que gracias sobre todo a mi madre. Conozco víctimas que sufren estrés postraumático o experiencias de este tipo. Afortunadamente, no es el caso de nadie de mi familia”.

“El de mi padre es uno de esos casos que no ha sido juzgado y que muy probablemente prescriba el delito, si no lo ha hecho ya. Lo poco que sabemos en la familia lo sabemos por los medios de comunicación. Nadie de la administración pública o de la Audiencia Nacional nos ha indicado cuál es el estado del expediente de los asesinos de mi padre. Rotundamente, no se ha hecho justicia con el caso de asesinato de mi padre. Los asesinos están en la calle, no han sido detenidos, ni sometidos a juicio, ni encarcelados… No se ha hecho justicia y me temo que no se hará justicia”.

“Que yo haya hablado con un victimario no quita para que siga exigiendo justicia para el caso del que asesinó a mi padre y el de todas y cada una de las víctimas del terrorismo. Son cosas distintas. La petición de justicia es firme. Todos los terroristas deberían ser detenidos, sometidos a un juicio justo y, en su caso, pasar por la cárcel. Esa es la petición de justicia. Y unida a ella, está la petición de la verdad: saber exactamente quiénes han sido, qué han hecho, quiénes han colaborado…”.

“Otra cosa bien distinta y que no tiene nada que ver con la anterior es que yo haya aceptado reunirme con una persona miembro de ETA, terrorista con delitos de sangre, que está arrepentida de lo que ha hecho, que ha hecho autocrítica con su pasado, que quiere reconocer el daño causado y, sobre todo, que quiere pedir perdón. No fue uno del comando que asesinó a mi padre, pero tenía delitos de sangre. Me pidió perdón. Yo vi que era un acto honesto, sincero, sin ningún tipo de interés por beneficio material o penitenciario y acepté reunirme. Ojalá todos los presos de ETA quisieran entrar por esta vía bajo estas circunstancias. Vi a una persona sinceramente arrepentida de lo que había hecho, con autocrítica, reconocimiento del daño causado y yo pensé que esa persona merece una segunda oportunidad. De persona a persona, no soy quién para negársela”.

“El perdón no se puede exigir a todas las víctimas del terrorismo. El perdón es algo absolutamente libre. Esa imposición sería un grave error. A mí esa persona me pidió perdón y le dije que se lo tenía que pedir a la familia de las víctimas que había causado, pero que yo, a título personal, se lo concedía. Entiendo perfectamente que haya otras víctimas del terrorismo que no quieran perdonar, porque el perdón es muy libre. En cambio, creo que todos los terroristas deben pasar por esa fase de reconocer el daño causado y pedir perdón”.

“La izquierda abertzale le tiene un miedo atroz a las medidas individuales de reintegración y recuperación de presos de ETA para la sociedad. Lo que quieren es una medida colectiva. Amnistía en el sentido de amnesia y de olvidar lo que ha pasado. Por ahí no podemos pasar. No podemos actuar como si no hubiera pasado nada. Cada uno tiene que hacer frente de manera crítica a sus responsabilidades. Desde el que disparó el gatillo hasta el que le dio amparo en su casa y cobijo ideológico. Esa autocrítica es muy dura. Llegará, es cuestión de tiempo, pero llegará”.

“Otra cosa que me preocupa es lo que llamo procesos de descontaminación ética. Aquí ha habido cantidad de gente que ha vivido, crecido y mamado intolerancia como única forma de relacionarse. Desmontar todo eso es muy complejo. ¿Cómo recuperamos para la vida normalizada a personas que sólo han practicado la intolerancia y la imposición? Esos procesos de descontaminación requieren un fuerte componente educativo y para mí son muy importantes”.

“No creo que se puedan poner condiciones para reparar el daño a las víctimas. Evidentemente, que el asunto de los presos se trate por la ‘vía Nanclares’ para una víctima es mucho mejor que de otra manera como podía ser la de la salida colectiva. La ley está ahí, confío en el estado de derecho. Hay unos beneficios penitenciarios que, en cumplimiento de las circunstancias que marca la ley, deben ser admitidos. Como víctima no me puedo oponer a esto. Me puede parecer mejor o peor, pero es la ley y debo aceptarla y acatarla, como cualquier otro ciudadano. Otra cosa es que el dolor de las víctimas pueda aminorarse en determinadas circunstancias. Por ejemplo, con su reconocimiento social, o como ahora con su participación de llevar nuestra voz a las aulas de colegios. La no pérdida de la memoria y el no caer en el olvido puede ayudarnos a las víctimas”.

“Otro asunto que me preocupa es el relato que quedará de todo esto. Qué leerán las futuras generaciones en las clases de Historia. El relato que debe quedar es el de la superioridad moral de las víctimas del terrorismo, que no han agitado un proceso de enfrentamiento civil contra sus agresores, que no han alimentado una espiral de violencia como ha pasado en otros conflictos similares, por ejemplo, en Europa. Todo lo contrario: las víctimas del terrorismo han educado a sus hijos en la tolerancia, el respeto y han sabido romper ese círculo vicioso de acción-reacción. Eso nos da una superioridad moral para que el relato que quede en el futuro sea el de las víctimas del terrorismo, que son las auténticas protagonistas de todo esto”.

“Soy optimista por naturaleza. Creo que estamos ciertamente en una situación que es irreversible. Creo que el terrorismo de ETA se ha acabado, no tiene marcha atrás. Nos toca construir la convivencia a futuro. En estos momentos hay dos retos muy importantes: el de los presos y el de las víctimas. Lo único que pido al estado de derecho es que no ceda y que cumpla las leyes”.